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Mapa del norte de la India

Mapa del norte de la India: Estado de Jammu y Cachemira

Nos acostamos con el rumor del rezo y el arrullo de las palomas mientras los primeros rayos iluminan Srinagar. Acabamos de llegar desde Ladakh, un antiguo reino budista enrocado en las montañas de los himalayas surgido del colapso del imperio tibetano. Las primeras seis horas de trayecto transcurrieron serpenteando las montañas que llevan a Kargil, las cuales se fundían con la oscuridad del cielo, y las estrellas se mezclaban con los faros lejanos de los coches y camiones. El coche paró en mitad de la nada, una barrera interrumpía el paso. — The road is closed [La carretera está cortada] — Comenta el conductor, y acto seguido apaga el motor y se echa a dormir. Poco a poco se acumulan más coches y camiones tras nosotros, y algunos conductores van a la caseta junto a la barrera, cuya existencia ignoraba hasta que la iluminaron con linternas. Imperaba la oscuridad. Estos días las lluvias han provocado cortes por desprendimientos y aún están despejando la carretera. Nadie nos dice cuánto pretende durar esta inesperada parada, si unos minutos o hasta el amanecer. Una hora después levantan la barrera y continuamos hasta llegar a Kargil, ciudad protagonista de guerras y disputas Indo-Pakistanís.

Allí fue donde le vimos por primera vez, sentado con nosotros, cenando durante la única parada de este largo trayecto a Srinagar. Sus rasgos no eran como los de los ladakhis, casi tibetanos, sino más bien arios en el sentido indio, con profundos ojos claros y tez morena clara, sin llegar a ser marrón pero tampoco blanca. No se parecía a los demás pasajeros pues este tenía el aspecto de estar bien educado y vestía ropas más caras y occidentales de lo habitual aquí, con un polo y unos vaqueros. Aunque comía arroz con la mano, mezclándolo con las salsas, en la otra sostenía su iPhone; y su inglés, en las pocas palabras que intercambiamos, parecía bastante mejor que el que chapurreaba el resto por allá. Viajaba sólo y aunque parecía tener dinero no debía ser suficiente como para hacer este trayecto en avión, pero tampoco tan poco como para ir en el bus del gobierno.

Pasan otras seis horas hasta que llegamos a Srinagar, va a amanecer y ya se oye el canto de varias mezquitas mientras el cielo todavía mantiene la oscuridad de la noche. El taxi compartido nos deja en lo que parece un punto de reunión de taxis y tuc-tucs, y allí, como buitres, se nos abalanzan varios conductores ofreciéndonos transporte a hostales que conocen. Nosotros ya tenemos alojamiento pero se niegan a llevarnos, dicen que está muy lejos, que mejor nos llevan a otro que ellos conocen, mucho más cerca, mucho más barato, cómo no. Nos negamos y no nos dejamos engañar, no está tan lejos, según el mapa sólo nos separan 2 kilómetros, podríamos ir andando, pero no es seguro, todavía está oscuro y no conocemos la ciudad. El resto de pasajeros han desaparecido y nos hemos quedado solos, éramos los únicos extranjeros, Beatriz tiene un poco de miedo pues es su primera vez en un lugar de mayoría musulmana, pero trato de tranquilizarla, de aliviar los prejuicios que todos hemos tenido alguna vez. El cachemir aparece con su bandolera al hombro como único equipaje y nos pregunta dónde está nuestra pensión mientras los conductores nos rodean en círculo insistiendo en inglés y cachemir para que vayamos con ellos. El rezo sigue de fondo, a varias voces, eterno. El cachemir nos ordena que subamos a un pequeño tuc-tuc que a duras penas puede con nosotros tres y las mochilas; poco a poco nos marchamos dejando atrás los gritos de los taxistas, resolviendo el laberinto de calles de la ciudad, aun dormida.

El cachemir nos pregunta telegráficamente de dónde somos, dónde hemos estado y a dónde vamos. Nos comenta que nuestra pensión está más lejos que donde suelen estar los turistas y le digo que no me causaba especial interés alojarme en un barco en el lago como es costumbre entre los turistas aquí en Srinagar. Aun así debido al conflicto de Cachemira tampoco hay muchos turistas por aquí. Llama a la pensión por nosotros y se encarga de encontrar el punto exacto, allí nos espera la familia musulmana que nos hospeda. También nos arregla un buen precio con el conductor, nos desea suerte y se despide, yéndose en el tuc-tuc. La familia nos lleva a la habitación y nos pide que descansemos, a la mañana habrá tiempo de presentaciones.

Domingo 23 de Agosto

Himachal Pradesh Map

Tras estar varios días con diarrea y fiebre en McLeod Ganj, Dharamsala, vuelvo a escribir. La ciudad me resultó decepcionante. McLeod Ganj, un supuesto refugio hippie que se puso de moda con la llegada del gobierno tibetano en el exilio, me resultó sucia y maloliente, es decir, todo lo contrario a lo que la cultura budista me inspira. Puedo aceptar que quizá no vi algunas zonas de la ciudad más allá del centro y que no estaba en mi mejor momento o ánimo, pero fue una absoluta decepción.

Tras dos días en la cama volví a salir a la ciudad, no del todo repuesto aún, y los olores los notaba más intensos, más nauseabundos, y no tenía donde huir de ellos. Las alcantarillas van por el borde de las aceras a modo de acequias arrastrando todo lo que por ella tiran: los químicos de los detergentes; los restos de las comidas especiadas… En Chandni Chowk, en Delhi, el olor era más bien el de la comida cocinada en la calle, sus especias y la polución.

Ahora me encuentro viajando a Jaipur, en el estado de Rayastán. La India sería un lugar mucho mejor sin tanta basura amontonada por todas partes como si surgiera de la tierra junto con las plantas. Siendo los indios tan limpios consigo mismos no alcanzo a entender que todo lo arrojen al suelo. Niños y mendigos recogen botellas de plástico en las vías del tren donde se amontonan entre los envoltorios de papeles, excrementos y demás. Otro recoge, ahora al amanecer, cartones que probablemente apile en su ric-saw para venderlos y después, ya a la tarde, en el mismo ric-saw, llevar a turistas y locales a lo largo de la ciudad. Los niños juegan donde otros no podríamos ni respirar; unos cerdos comen, sabe dios qué, al borde de la vía del tren. En los andenes de la estación se amontona un grupo de mujeres mayores durmiendo, quizá esperando su siguiente tren. Duermen entre harapos y saris, junto a sus macutos.

Pero bueno, hablaba de Dharamsala. Al día siguiente de llegar allí empecé a tiritar como si hiciera frío, pero sabía que no lo hacía, era fiebre: 38 y pico. Las diarreas me dejaban seco, pero Beatriz tiene remedio para todo en su magnífico botiquín, que ha llenado con pastillas y remedios para los mil y un males que puedan surgir en la India. Ella tampoco estaba bien del todo pero afortunadamente no tan mal como yo. Para ir al baño tengo que ir con cuidado de no marearme y no puedo abrigarme del supuesto frío que siento para evitar que me suba la fiebre. Paracetamol con arginina, protector gástrico, ibuprofeno, fortasec para la diarrea y suero oral entre otras cosas forman mi dieta, y no como más que plátanos y el suero durante esos días de infierno escatológico.

Las farmacias indias son de las pocas cosas serias en India que funcionan como deben, con profesionales que saben de lo que les hablas y que te ayudan. En Delhi, tras volver de Dharamsala, se me empezó a inflamar la parte inferior del ojo, cerca del lagrimal, en la ojera. Poco a poco empezó a crecer como si fuera una quemadura o una infección. Fuimos a un par de farmacias para pedir opinión y en una nos comentaron que parecía una picadura y que podía ser una reacción alérgica, lo cual tenía sentido ya que me picaba y no tenía más síntomas. Me dieron una crema antibiótica y unas pastillas antihistamínicas para la alergia (por menos de 2€) y en lo que tardé en comer, lo que antes ocupaba buena parte de mi ojera, desapareció como por arte de magia. Allí donde hemos ido a una farmacia nos han dado un buen trato, ya sea en Amritsar, Srinagar o en Delhi. Además es bastante barato, cosas como la biodramina (o similar) te cuestan menos de 1€.

Me duele decirlo pero el Dalai Lama no eligió muy bien su ciudad para el exilio. Tampoco tuvo muchas opciones ya que nadie movió un dedo por Tíbet. Pero sigo dudando ya que mucha gente viene aquí a meditar y, ciertamente, conozco pueblos en montañas españolas que podrían competir de sobra con este lugar para todo lo relacionado con meditar, descansar y encontrarse a uno mismo. Pueblos como Torla o Nerín en Huesca, o Capileira en Granada o, si nos ponemos más isleños, la Isla de las Berlengas en Portugal o Estellencs en la Mallorca de mi hermano. Sitios donde desconectar de todo, con muchos menos turistas, menos pitidos (o ninguno) de coches y menos comodidades, claro. En la cala de Estellencs por no haber no hay ni cobertura ni televisión y hay que andar bastante para llegar a la villa, al Poc de Tot, a comprar algo. En las Berlengas más te vale llevar tu propia agua y tu tienda de campaña; y en Torla jamás oirás una orquesta de vehículos como la que hay constante en Dharamsala. ¿Será que es temporada alta? ¿Será que es ésta estación, con la niebla y el monzón amenazando constantemente? Aun así, ¿Es necesario venir a la India para meditar? ¿Es meditar recitar el Om’ en posición de loto? Si a la gente le hace feliz y le funciona a mi me vale, pero nadie me convencerá de que meditar sólo se consigue de esta forma, pues estoy seguro que bien medita mi padre cuando sale a pescar o mi madre cuando observa a sus gatos, siendo estas cosas bien distintas entre sí.

Y sin embargo, en esta sucia y maloliente ciudad, hay turistas que han venido a meditar, a hacer yoga. No lo entiendo, qué demonios tendrá este lugar que transmitirá más paz que otros lugares. Aun así, si fueran capaces de obtener la actitud india podrían ser capaces de obviar, como creo que hacen los indios, la vorágine de la ciudad, pues estos tienen la capacidad de vivir en calma alrededor del caos, mientras que nosotros nos estresamos con casi todo en la calmada y organizada Europa. Quizá, como bien opina mi amigo Nacho, el caos les hace dar menos importancia a las cosas, mientras que un sistema rígido y organizado te obliga a mantener el ritmo impuesto.

Una cosa que odio de la India, y por la que jamás podría vivir aquí, son las formas, los modales, las maneras. Sobre todo en las ciudades como Delhi. A parte de la ínfima higiene pública, mantienen ciertas costumbres: como colarse en las colas; regurgitar para escupir como si todo el tren o bus hubiera de enterarse de ello; o el machismo inherente allí donde vas. Ese machismo se muestra cuando vamos a comer y Beatriz paga, devolviéndome el cambio a mi en vez de a ella. O que se refieran a mi en una tienda directamente, sin mirar a Beatriz, como si no existiera, y muchas veces sin preguntarle ni el nombre ni decirle nada mientras a mi sí. Da igual que sea ella la que entre a un buen restaurante y salude como pidiendo mesa, contestarán "Señor, ¿mesa para dos?" ignorándola. Y en las firmas de libros de visita, siempre, yo firmando y ella en el apartado de “esposa”. Son costumbres que he visto tanto a lo largo del viaje que no creo que puedan cambiarlas pronto.

La India con sus riquísimas culturas, religiones, tradiciones y gentes tiene todavía que mejorar las formas, la apariencia. No son los hombres con harapos, no son las señoras durmiendo en los andenes, es el gesto de tirar todo el suelo, de escupir, de ensuciar. No son tampoco las largas colas o los constantes atascos, sino el hecho de colarse o los mil un pitidos para cualquier mínima cosa que hagan en la carretera.

Una chica de Singapur, que trabaja en Delhi, me comentó que en India todo se hace y se arregla pensando en el corto plazo (ya mismo) y nunca a largo. ¿Cómo introducir el retrete occidental [tal y como el gobierno intenta] en un país con tantas ciudades sin alcantarillado subterráneo? ¿Cómo consolidar cualquier decisión de calado social en un país que ha pasado de 400 millones de habitantes a 1000 desde que se independizó?

Si las vacas, cabras y perros comen en la misma basura donde familias buscan el almuerzo, en ciudades con sedes de multinacionales, con metro, trenes, e incluso agencia espacial, y hay tiendas de campaña y chabolas a las orillas de las vías de tren.

Si junto con la afable sonrisa arrojan basura a sus aceras y con la humildad compaginan las castas mientras su gran crecimiento distancia las clases más bajas.

Si los mil dialectos y la decena de religiones no son capaces de dividirles pero nada consigue corregirles ni gobernarles.

Si las piras de los muertos surcan el Ganges mientras otros se limpian y bañan en él, y a nadie parece importarle.

Si la dulzura de la India no se ensucia con el caos de sus calles.

¿Qué le depara a la India?

Un empresario lee en su iPad mientras habla por su iPhone en el tren a Jaipur, y fuera los niños juegan en su casa construida entre plásticos y desechos. India crece pero quizá estos millones que malviven se queden aún más atrás, aún más abajo, aún más enterrados por la basura.

Mapa de VietnamLocalización de Sapa en Vietnam

El tren mece el vagón y dentro se agitan las sombras que lo habitan, camino de las montañas. Los chirridos de los raíles amortiguan los ronquidos de las sombras vecinas. El tren se detiene en estaciones de pueblos aislados de sabe dios qué silábico nombre. La luna asoma de vez en cuando entre las nubes y las farolas de alguna ciudad cercana perturban los sueños de los viajeros, proyectando luces y sombras sobre ellos. La historia se repite en cada camarote. Ningún ruido cesa, la cortina contra la ventana, la rueda contra el raíl, los amortiguadores contra los vagones, las sombras contra las camas, los sueños contra las almohadas. Luces y sombras se proyectan en el camarote como en el interior de un calidoscopio.

¿Cómo puede sonreír tanto la gente con las terribles historias que ocurrieron no hace tanto en esta tierra? ¿Acaso no tienen, casi todos, una historia terrible que contar, que les quite el sueño, el aliento y todo lo demás? ¿Que les recuerde hasta dónde es capaz de llegar el hombre para luchar por una idea? Quizá sea eso lo que les hace humildes. O no, quizá sólo sonríen mientras haya un dólar en juego, un turista que persuadir para traer comida a la mesa.

¿Quedarán mujeres que recuerden aquellos hombres americanos, venidos a luchar al otro lado del mundo por, sabe dios, qué? ¿Quedará alguna que recuerde el desahogo de estos con ellas, a cambio de un puñado de dólares? La búsqueda de unos minutos de cielo, de petit morte, y olvidar la locura de la guerra con una chiquilla a la que poca oportunidad le ofreció el capitalismo de guerra, salvo la de ser puta. Puta al servicio de aquellos chavales venidos a morir a la selva, mandados por quienes creían poder luchar contra Ho Chi Minh, la luz que guió Vietnam incluso después de su muerte, dando a su pueblo, puede que no el mejor camino pero sí un camino “Made in Vietnam”, algo propio por lo que luchar.

Y es que hasta la idea más radical puede triunfar si se camufla tras la promesa de la independencia, del nacionalismo y la unidad nacional de derrotar al opresor, esclavista, aprovechategui de la labor y recursos nacionales. Un comunismo estatal que provee productos baratos para satisfacer las necesidades y sueños materialistas de los occidentales. Y occidente calla porque sus sueños están satisfechos porque al otro lado del mundo en un taller de Bangladesh, China o Vietnam alguien confecciona nuestro teléfono, portátil, mochila o despertador. E incluso en verano nos permiten mear sobre sus colinas manteniendo una ancha sonrisa. Cose, corta, teje, empaca y tendrás comida y casa.

Al menos se ve un atisbo de ocio en ellos y quizá las ganas de más ocio les haga aspirar a mejorar, a querer lo que tienen los turistas (más allá de sus teléfonos) y así surja algún movimiento disidente. No sé si hay algún precedente así en un régimen comunista. O quizá un día alguien entre en razón en occidente y ponga impuestos a los productos hechos en condiciones penosas o cualquier otra medida de presión. Difícil problema con no fácil solución.

Mientras, el tren sigue hacia las montañas y me pregunto con qué sueña Vietnam.