La lluvia evoca el recuerdo de lo que aquella noche murmuraba el río a pocos metros de nuestra tienda, en medio del valle de Bujaruelo. Pintan bastos y mi padre ya ha cantado veinte en espadas. La lluvia no da tregua, la tormenta no amaina.

El valle, como indica su nombre, está formado por Boj, un arbusto que crece cinco centímetros al año, de madera dura y hojas ovaladas. Al norte se divide en los valles de Otal y del Ara. Al final de este último se encuentra el circo del Vignemal. Cien años atrás, Henry Russell mandaba construir allí siete cuevas donde se encerraría con amigos y mujeres para pasar varios días de vez en cuando.

Nuestro objetivo es cruzar a Francia, hasta Gavarnie, atravesando el puerto de Bujaruelo. Mi padre cuenta que años atrás acampó aquí con su amigo Carmelo, con el mismo fin, y que la lluvia les retuvo días, frente al río. Allí se dedicaron a confeccionar pequeños bonsais con el Boj y las plantas que rodeaban la tienda. La lluvia no cesa pero esta vez el susurro del río se oye más alto, más claro, el valle lo anuncia, estalla la tormenta. Los rayos rasgan las nubes, los picos se iluminan al son de los relámpagos, los truenos retumban en el valle, la lluvia arrecia contra la tienda. 

— Está cerca — afirma mi padre. 
— ¿Cómo lo sabes? — le pregunto.
— Cuenta desde que ves el relámpago hasta que oyes el trueno, cada 3 segundos es un kilómetro.
— No da tiempo.
— Exacto, porque está aquí al lado. 

El cúmulo de nubes navega entre los picos, ensordeciendo las montañas. 

 Cuenta mi padre que durante un temporal yendo a Mallorca, él y mi hermano pudieron ver, desde la cubierta del barco, como las centellas explotaban en el cielo, iluminando el mar. Contaba ocho o diez años en este viaje a Pirineos y no recuerdo cuántos días estuvimos acampados allí pero sí que seis tormentas pasaron por aquellos picos, mientras una se iba por el sur la otra llegaba por el norte. 

Una mañana, temprano, tuvimos que desmontar a prisa la tienda, en medio de la lluvia. Un pequeño agujero en la tienda había convertido nuestro iglú en una piscina. Los sacos estaban empapados, los huesos dolían de haber dormido sobre mojado y nuestro viaje se veía truncado. 

Aquel día aprendí que incluso el viaje más organizado y planificado puede echarse abajo sin más, capricho del clima o el azar. Y que eso no siempre significa volver a casa vacío. Desde entonces no he hecho más que esperar que mis planificados viajes se vean afectados por los antojos del azar haciendo entonces que el viaje tome su sentido más puro, el de explorar y descubrir el mundo que se hizo para nosotros.