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Mapa de VietnamLocalización de Sapa en Vietnam

El tren mece el vagón y dentro se agitan las sombras que lo habitan, camino de las montañas. Los chirridos de los raíles amortiguan los ronquidos de las sombras vecinas. El tren se detiene en estaciones de pueblos aislados de sabe dios qué silábico nombre. La luna asoma de vez en cuando entre las nubes y las farolas de alguna ciudad cercana perturban los sueños de los viajeros, proyectando luces y sombras sobre ellos. La historia se repite en cada camarote. Ningún ruido cesa, la cortina contra la ventana, la rueda contra el raíl, los amortiguadores contra los vagones, las sombras contra las camas, los sueños contra las almohadas. Luces y sombras se proyectan en el camarote como en el interior de un calidoscopio.

¿Cómo puede sonreír tanto la gente con las terribles historias que ocurrieron no hace tanto en esta tierra? ¿Acaso no tienen, casi todos, una historia terrible que contar, que les quite el sueño, el aliento y todo lo demás? ¿Que les recuerde hasta dónde es capaz de llegar el hombre para luchar por una idea? Quizá sea eso lo que les hace humildes. O no, quizá sólo sonríen mientras haya un dólar en juego, un turista que persuadir para traer comida a la mesa.

¿Quedarán mujeres que recuerden aquellos hombres americanos, venidos a luchar al otro lado del mundo por, sabe dios, qué? ¿Quedará alguna que recuerde el desahogo de estos con ellas, a cambio de un puñado de dólares? La búsqueda de unos minutos de cielo, de petit morte, y olvidar la locura de la guerra con una chiquilla a la que poca oportunidad le ofreció el capitalismo de guerra, salvo la de ser puta. Puta al servicio de aquellos chavales venidos a morir a la selva, mandados por quienes creían poder luchar contra Ho Chi Minh, la luz que guió Vietnam incluso después de su muerte, dando a su pueblo, puede que no el mejor camino pero sí un camino “Made in Vietnam”, algo propio por lo que luchar.

Y es que hasta la idea más radical puede triunfar si se camufla tras la promesa de la independencia, del nacionalismo y la unidad nacional de derrotar al opresor, esclavista, aprovechategui de la labor y recursos nacionales. Un comunismo estatal que provee productos baratos para satisfacer las necesidades y sueños materialistas de los occidentales. Y occidente calla porque sus sueños están satisfechos porque al otro lado del mundo en un taller de Bangladesh, China o Vietnam alguien confecciona nuestro teléfono, portátil, mochila o despertador. E incluso en verano nos permiten mear sobre sus colinas manteniendo una ancha sonrisa. Cose, corta, teje, empaca y tendrás comida y casa.

Al menos se ve un atisbo de ocio en ellos y quizá las ganas de más ocio les haga aspirar a mejorar, a querer lo que tienen los turistas (más allá de sus teléfonos) y así surja algún movimiento disidente. No sé si hay algún precedente así en un régimen comunista. O quizá un día alguien entre en razón en occidente y ponga impuestos a los productos hechos en condiciones penosas o cualquier otra medida de presión. Difícil problema con no fácil solución.

Mientras, el tren sigue hacia las montañas y me pregunto con qué sueña Vietnam.

La lluvia evoca el recuerdo de lo que aquella noche murmuraba el río a pocos metros de nuestra tienda, en medio del valle de Bujaruelo. Pintan bastos y mi padre ya ha cantado veinte en espadas. La lluvia no da tregua, la tormenta no amaina.

El valle, como indica su nombre, está formado por Boj, un arbusto que crece cinco centímetros al año, de madera dura y hojas ovaladas. Al norte se divide en los valles de Otal y del Ara. Al final de este último se encuentra el circo del Vignemal. Cien años atrás, Henry Russell mandaba construir allí siete cuevas donde se encerraría con amigos y mujeres para pasar varios días de vez en cuando.

Nuestro objetivo es cruzar a Francia, hasta Gavarnie, atravesando el puerto de Bujaruelo. Mi padre cuenta que años atrás acampó aquí con su amigo Carmelo, con el mismo fin, y que la lluvia les retuvo días, frente al río. Allí se dedicaron a confeccionar pequeños bonsais con el Boj y las plantas que rodeaban la tienda. La lluvia no cesa pero esta vez el susurro del río se oye más alto, más claro, el valle lo anuncia, estalla la tormenta. Los rayos rasgan las nubes, los picos se iluminan al son de los relámpagos, los truenos retumban en el valle, la lluvia arrecia contra la tienda. 

— Está cerca — afirma mi padre. 
— ¿Cómo lo sabes? — le pregunto.
— Cuenta desde que ves el relámpago hasta que oyes el trueno, cada 3 segundos es un kilómetro.
— No da tiempo.
— Exacto, porque está aquí al lado. 

El cúmulo de nubes navega entre los picos, ensordeciendo las montañas. 

 Cuenta mi padre que durante un temporal yendo a Mallorca, él y mi hermano pudieron ver, desde la cubierta del barco, como las centellas explotaban en el cielo, iluminando el mar. Contaba ocho o diez años en este viaje a Pirineos y no recuerdo cuántos días estuvimos acampados allí pero sí que seis tormentas pasaron por aquellos picos, mientras una se iba por el sur la otra llegaba por el norte. 

Una mañana, temprano, tuvimos que desmontar a prisa la tienda, en medio de la lluvia. Un pequeño agujero en la tienda había convertido nuestro iglú en una piscina. Los sacos estaban empapados, los huesos dolían de haber dormido sobre mojado y nuestro viaje se veía truncado. 

Aquel día aprendí que incluso el viaje más organizado y planificado puede echarse abajo sin más, capricho del clima o el azar. Y que eso no siempre significa volver a casa vacío. Desde entonces no he hecho más que esperar que mis planificados viajes se vean afectados por los antojos del azar haciendo entonces que el viaje tome su sentido más puro, el de explorar y descubrir el mundo que se hizo para nosotros.

Encontrábase solo aquel molesto personaje, sentado en la pequeña grada del campo de fútbol mientras el resto le contemplábamos apoyados en la valla, bajo aquel día de bochorno, sin, supongo, imaginar la que le iba a caer encima.

Desde que llegó se convirtió en el bufón y saboteador de la clase, siempre llamando la atención, interrumpiendo y riéndose de todos como si no tuviera nada que perder. Parecía ser un idiota pero su mirada y su sonrisa mostraban una inteligencia que eclipsaba cada día con su fachada de tocapelotas.

Tuvimos la oportunidad de hablar un buen rato mientras disputábamos la final del pequeño torneo de ajedrez que se celebraba todos los años en el colegio. Ganó él y durante la partida no pareció ser el desagradable gilipollas que tanto se esforzaba en pretender ser. Era como si aquello le calmara. Se notaba que había ido a clases, quizá como fórmula para mantener a raya su hiperactividad, y que seguramente ya las había abandonado.

Sin embargo, aquel día, todos mirábamos hacia él con cierto odio, quizá contagiado por la opinión popular de la clase o tal vez debidamente justificado por sus actos.

— Parece como si todos fuésemos a cargar contra él a la de tres. — Dije.

Y como si todos hubieran estado esperando que alguien diera voz a la idea que todos tenían en mente, una voz comenzó: 

— Uno... Dos... Y ... — La veintena de niños corrieron hacia él rodeándole, intentando ser los próximos en darle una colleja. La campana sonó y todos volvimos a clase, excepto él. 

Siempre me he preguntado qué es lo que pensaba, en la grada, mientras el resto estábamos en la valla contemplándole, y dónde fue tras el recreo. 

Aquel acto demostraba la capacidad del hombre de, probablemente sin una motivación real, sumarse a un linchamiento popular y desahogar lo que sea que llevasen dentro sin que ello tuviera necesariamente que ver con el linchado. Todo ello sin pararse a reflexionar sobre el bien o el mal, la justicia o la venganza, y por supuesto para no recordarlo jamás.