Encontrábase solo aquel molesto personaje, sentado en la pequeña grada del campo de fútbol mientras el resto le contemplábamos apoyados en la valla, bajo aquel día de bochorno, sin, supongo, imaginar la que le iba a caer encima.

Desde que llegó se convirtió en el bufón y saboteador de la clase, siempre llamando la atención, interrumpiendo y riéndose de todos como si no tuviera nada que perder. Parecía ser un idiota pero su mirada y su sonrisa mostraban una inteligencia que eclipsaba cada día con su fachada de tocapelotas.

Tuvimos la oportunidad de hablar un buen rato mientras disputábamos la final del pequeño torneo de ajedrez que se celebraba todos los años en el colegio. Ganó él y durante la partida no pareció ser el desagradable gilipollas que tanto se esforzaba en pretender ser. Era como si aquello le calmara. Se notaba que había ido a clases, quizá como fórmula para mantener a raya su hiperactividad, y que seguramente ya las había abandonado.

Sin embargo, aquel día, todos mirábamos hacia él con cierto odio, quizá contagiado por la opinión popular de la clase o tal vez debidamente justificado por sus actos.

— Parece como si todos fuésemos a cargar contra él a la de tres. — Dije.

Y como si todos hubieran estado esperando que alguien diera voz a la idea que todos tenían en mente, una voz comenzó: 

— Uno... Dos... Y ... — La veintena de niños corrieron hacia él rodeándole, intentando ser los próximos en darle una colleja. La campana sonó y todos volvimos a clase, excepto él. 

Siempre me he preguntado qué es lo que pensaba, en la grada, mientras el resto estábamos en la valla contemplándole, y dónde fue tras el recreo. 

Aquel acto demostraba la capacidad del hombre de, probablemente sin una motivación real, sumarse a un linchamiento popular y desahogar lo que sea que llevasen dentro sin que ello tuviera necesariamente que ver con el linchado. Todo ello sin pararse a reflexionar sobre el bien o el mal, la justicia o la venganza, y por supuesto para no recordarlo jamás.